top of page
The Great Petite Collection 1 .jpg

The great petite
collection, reunión

de minucias
Karina Sosa

“Las colecciones unen. Las colecciones aíslan.
Unen a quienes aman la misma cosa. (Pero nadie ama como yo; lo bastante.)
Aíslan de aquellos que no comparten la pasión. (Casi todo el mundo, por desdicha)”.
El amante del volcán, Susan Sontag

Tenía ocho años cuando vi, por primera vez, el joyero de una de mis tías repleto de aretes de filigrana con piedritas de color blanco... No era solamente un joyero: Eran varias cajitas musicales, con su espejo empañado por el tiempo y su bailarina de plata girando, un cisne blanco dando vueltas lentísimas mientras sonaba quizás El lago de los cisnes.

 

Esa imagen me acompaña y la interpreto, ahora, como el primer acercamiento a una colección. Quise entonces formar mi propia colección.

La única manera de poseer algo a tan corta edad era tener un diario. Después descubrí que las personas mayores y que guardaban algún secreto poseían, casi todas, alguna colección: juegos de té, joyas, rebozos, juguetes, piezas de bicicletas, plantas, hojas de árboles...

Mi tío Moisés, es carpintero. Fue la primer persona que me mostró un herbario. Yo no sabía que su colección de hojas, fragmentos de plantas, de hierbas apisonadas sobre un cuaderno de papel cebolla era precisamente un herbario y que Emily Dickinson (ahora una de mis poetas más queridas) tenía varios herbarios. Yo debía tener nueve o diez años y estaba maravillada con los cuadernos de mi tío. Él era, en esa época, un hombre que se la pasaba entre sus tablas de madera o haciendo costales con aserrín (esa podía ser otra colección: virutas de madera), o preparando garrafones con mezcales y alguna fruta o yerba.

 

Un día dejó su carpintería, a unos pasos de mi casa, y no volvió más. Lo he visto poquísimas veces y nunca le he contado que gracias a él, supe lo que es un herbario. Otra colección que descubrí por esa época es la colección de retazos de tela, un tipo muestrario, de mi tía abuela. Me gustaba que esos pedazos de tela sobrante estaban rasgados y pegados a un bloc ancho con unos apuntes en letra manuscrita, con un lápiz y con números que yo no comprendía muy bien. A veces en también husmeaba en el bote de galletas (una lata redonda) que contenía botones y un corazón de terciopelo repleto de alfileres.

Esas primeras series de objetos me impresionan y me hacen sentir una coleccionista diletante: creo que todavía no poseo tanto fervor para guardar objetos peculiares e irrepetibles. Yo decidí comenzar mi propia colección a los veinte años. Desde esa edad comencé a comprar libros. Primero libros muy sencillos: económicos. Pero a veces dejaba de invertir mi poquísimo dinero en ropa o zapatos, comida y demás cosas que uno compra a los veinte años, para poder comprar una edición de Siruela, Atalanta, o Acantilado. Siento que en esa primer época de coleccionista también adquirí el gusto por las libretas: compraba libretas que hoy en día sobreviven sin apuntes en mi librero y que cada vez son más. Compraba también lapiceros, lápices y algunas plumas fuente que ahora están extraviadas.

 

¿Qué pasó después? La primera mudanza de mi vida, de una ciudad a otra. Ahí perdí muchos libros muy queridos. Me duele pensar que un día entraré a una librería de segunda mano y encontraré esos libros a un precio impagable. Una colección es extraer una parte del mundo para depositarla en nuestra valija. Antes se usaba la palabra velís, palabra que he escuchado y aprendido de mis dos abuelas Irene y Rafaela, para llamar a una maleta, a un equipaje personal en el que se resguardaban los objetos preciados al ir de un lugar a otro. Velís procede de la palabra francesa valise: maleta, pero pienso si esa palabra tiene relación con velo. Velo que oculta, que preserva de los ojos ajenos.